Mi hermanito mayor, el Tío (Por Enrique Cruz)

Hace un rato largo que estoy frente a la computadora tirando frases o viendo de qué manera puedo arrancar una idea y no encuentro la manera. En consecuencia, dejaré de lado mis escasas virtudes narrativas y no echaré mano a mi pésimo poder de síntesis, virtud esencial de cualquier periodista que se precie de tal pero del que no dispongo, para escribirle a mi amigo con el corazón… Mejor dicho, le voy a escribir a mi hermano mayor con el corazón, por más que le digamos cariñosamente “Tío”.

Hace 40 años, yo era un pibito que cometía su primera travesura “robándole” la máquina de escribir al director del Diario y ya lo recuerdo al Tío, que en ese momento era colaborador y se fugaba del Bazar en el que trabajaba para venirse al Diario, cuando estábamos en San Martín, y se traía todas las planillas de los partidos de básquet para que hiciéramos, juntos, él dictando y yo escribiendo, la crónica sintética de los partidos de la fecha.

También recuerdo, ya unos años después y siempre allí, en San Martín, trabajando los domingos a la noche y haciéndolo renegar a Juan Carlos Romano, al que llamaba a los gritos porque era un poco sordo; después, la cena posterior –abundantemente regada- en el Hernandarias y, al otro día, ya con el diario del lunes hecho, nos encontrábamos allí y lo pasábamos a buscar a Armando Lombardi, tempranito, por su casa en San Martín casi Suipacha para ir al otro local, el de 25 de Mayo, para ver si todo estaba bien o si se necesitaba cortar o agregar algo, previo opíparo desayuno que nos preparaba Delia, la esposa de Armando. Así, todos los lunes a la mañana.

Un día le comenté que tenía una cena en Regatas y me dijo que él dirigía esa noche un partido de básquet, medianamente importante porque lo recuerdo al Mocoretá con una apreciable concurrencia de público. Me invitó a que fuera a verlo, aunque sea un rato. Arrancó el partido y a los 3 segundos, un tipo bajó corriendo de la tribuna y empezó a “putearlo en colores” yendo y viniendo de un lado al otro. Y yo, obviamente, riéndome a carcajadas.

Podía faltar cualquiera en el Diario, menos el Tío. Alguna vez, Fontanarrosa escribió que si un domingo a la tarde se escuchaba, aunque sea en la lejanía, el relato de un partido de fútbol, era porque todo estaba en orden, el mundo marchaba con normalidad. En el Diario, era exactamente igual. Con el Tío allí, todo estaba bien. El Diario estaba normal.

Mucho más acá en el tiempo, su “obra de arte y cúlmine” fue el día que entró una de las directoras pidiendo que hiciéramos silencio. El no la vio, estaba de espaldas, pero obviamente la escuchó y “suponemos” que no reconoció de quién se trataba. “¡Cerrá el orto vos!” (perdón por el exabrupto, pero soy bien literal y fidedigno), fue lo que le dijo el Tío, a lo que siguió un silencio sepulcral, con mezcla de estupor y sorpresa. La directora en cuestión resolvió lo adecuado a la situación: dio media vuelta y se fue a su oficina. Tan bueno, como fiel, necesario y también inimputable.

El Tío ha sido un personaje pintoresco, querible, que nunca pasó desapercibido y que ya se ha convertido en entrañable. Es dueño de esa simpleza, bondad y corazón que lo eterniza en el cariño y el recuerdo.
Hay gente que pasa por la vida de uno en forma fugaz y sin dejar huellas; otros que dejan algo que los convierte en importantes por lo que significan o significaron en algún momento, pero hay otros que llegan para quedarse y, más que huella, dejan un surco imborrable y para siempre. En este último rubro está el hermanito mayor que me dio la vida: Marcelo Mendoza.

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